martes, febrero 05, 2008

Craneano Souvenir



Recuerdos de una tarde pero que muy agradable (vive Dios que sí) de hace ya un tiempo.
A ratos sub dio. Otros, no.


- Al tresbolillo –decía mi madre.
- Ana Bolena –decía mi papá.
Y así pasábamos los días frescos de primavera y los no tan frescos de veranito en la casa grande de la playé, más allá del cruce entre el Monte Sinaí y la Clínica Mayo.
Precisamente allí, en la Clínica Mayo, fue donde la casualidad (quizá el destino; nunca Mario Monreal ni el Epifanista Medio) quiso agasajarme con el bonito icono craneal que ilustra esta dulce remembranza en la que no hay ni pizca de melancolía pero sí un puntito de estragón (Francés).
Tenía cita aquella tarde con el célebre Dr. Oreja Caracola Ruidodeola, el mago del canon de fieltro y la mariposa láser. En mi cartilla de ingreso podía leerse el motivo en letras aguamarina: el chico éste lo que quiere es que el buen doctor le haga un Retrato Robot con granitos de arena de la parte occidental de Venice Beach y otro para su madre con legumbres pegadas con Imedio en cartulina medié (a ser posible color cigarro).
Tras tomarme los datos y un café de la máquina negra, los amables Hombres-Mayo me ofrecieron una silla de ruedas con neumáticos nuevos noruegos o así y una palanca de freno como un enorme bálano de imprevisible comportamiento y unos flecos de piel de torquemada en los bracillos y unas campanillas (dos) en el reverso tenebroso. Me costó un poco mirar a los fluorescentes del pasillo por el que me condujeron hasta la sala de espera B52 como se mira a los fluorescentes de los pasillos de los hospitales en las películas. Es más cómodo desde una camilla, la verdad, pero como siempre nos decía nuestro papá: Ana Bolena. Supongo que pude haberme partido el cuello en mi empeño, pero os aseguro, amigos lectores (ya en paños menores), que valió la pena.
Los Hombres-Mayo me dieron un besito entre ceja y ceja (podría decir “en el tercer ojo”, claro, pero quizá algún desalmado podría tomarlo a guasa y quemarme la furgoneta) y me aparcaron junto a un estetoscopio gigante con cara de castigar el empedrado del barrio de Lavapiés. Al poco, arrullado por la bella música del hilo interpretada con entusiasmo por la Coral Polifónica de Jóvenes Desnudos de Florida Park, me quedé dormidito, con el mentón apoyado en la mano derecha; la oreja izquierda más bien fría, no he de ocultarlo. Y fue en aquel punto cuando (y reclamo vuestra atención, amiguitos, porque ahora viene lo bueno) un deleitosísimo aroma hizo renacer mis sentidos. Diría que era una sutil mixtura de vainilla, canela y piel de Yak. Abrí los ojos y allí estaba, ante mí, a metro y medio, metro cincuenta y cinco, metro sesenta a lo sumo, el grande grande Presidente de Todo lo Molar, el incomparable prohombre de días de etiqueta y ferias junto al riachuelo, el prodigioso técnico de la vida buena, el matacallando ojos-champín que aleja de ti la hora mala: el legendario Molibdeno Molar.
Andaba regalando a todo el que quisiera disfrutar de una espléndida tarde de luz blanca bajo el techo de Mayo radiografías autografiadas de su cráneo: el que todo lo piensa. Una cabeza con pelos en la parte de arriba, a los lados, debajo de la barbilla y sobre el labio superior.
A mí me tocó en suerte ya la última, la de las sábanas blancas y un botón junto a la cama. Me la entregó con un viril apretón de manos, puso en mis ojos los suyos y, sosteniendo la mirada, me dijo: zambrano, pelota, rodillera, madre.


Jaime Cebolla
Introducción al Manual del Perfecto Transeúnte
Trad. de Luigi Bazzoni.
(20noséuqécauntos)
Ed. Perro mojado. No entran moscas.