viernes, agosto 17, 2007

Apoteosis Trenzano (2)


Como todos los años desde que Francés es Francés, los preparativos habían comenzado seis días antes: unos minutos después de que el Gran Chambelán Peneano Figino Barriguitas III apareciera semidesnudo en el balcón de Palacio y convocara a todo Francés con gritos, gruñidos, llanto y crujir de dientes al Gran Desfile Anual de la Máscara.

Un ejército de filósofos negros y de blondos alsacianos con las tetitas en flor se encargó durante tres días de preparar el inmenso salón de baile. Dieron lustre al linóleo de Chicago, aspiraron el polvo de los tapices de la Real Casa Afroamericana de Colgaduras y Lienzos en los que se cuenta la famosa historia de los amores de la reina Ranavalona III con Sir Archibald Yoiledú Wescott (también III) , hicieron desaparecer las marcas de cigarrillo de los sillones y la ropita interior hecha jirones de alguna doncella mancillada (se dice que por el Duque, se dice que por el Dú).
Tras esto, el jovial batallón de limpieza pasó a tareas más gratas: preparar la tarima para la orquesta, poner cartoncitos bien disimulados bajo las patas de los muebles cojos, comprobar con gritos de filósofo o gorgoritos de Alsacia-Lorena que la acústica de la sala seguía siendo lo que siempre había sido y de ninguna forma podía dejar de ser, esto es: el infierno del reverbero, el empíreo de la refracción del sonido; o, en fin, pasar los ratos muertos haciendo rodar la perinola hasta perder el control.

Al cuarto día, el Salón se cerró a cal y canto. Sólo el Gran Chambelán, tras una breve ceremonia secreta, debía entrar de nuevo en él y vaciar catorce botes de flit hasta desinsectar cada rincón de la sala. Año tras año, las doncellas de Palacio lo veían salir pálido, los ojos lechosos, los perniles temblequeantes, las rodillas flojas. Más que ebrio de permetrín. Al borde de la muerte, sí, mas satisfecho por el deber cumplido.

El quinto y el sexto día el Salón permanecía cerrado y sus puertas custodiadas por toda la Familia Figino. Posaban durante dos días para una foto que nunca llegaba. Sin moverse, sin hablar, sin permitir (jamás, nunca, de ningún modo) que nadie accediera a la sala de baile de Palacio. De ellos decían (dicen) que engordaban perros en el corral de su casa para luego comérselos (plato Figino-exquisito: orejas de perro pachón escrofuloso), que habían asesinado y hecho desaparecer el cuerpo de un buhonero, dos carteros, un vendedor de enciclopedias y quince o veinte Testigos de Jehová por andar rondando la casa-Figino en busca de sus mujeres-Figino, y que eran, por ir abreviando que la lista es larga y aún queda mucho por contar, una familia ciertamente notable, de costumbres un tanto depravadas incluso para los muelles usos Francés.

Y os aseguro que no es poco mi enojo al recordar cómo se torció y de qué forma lo que andaba bien derecho: mi gran triunfo en Francés.
Mientras los Figino guardaban las puertas en pose de familia esperando a un fotógrafo que nunca llegaría, yo recibía emocionado el deslumbrante casco prusiano que coronaría mi majestuosa figura en el Gran Desfile Anual de la Máscara en Palacio. ¡Un pickelhauben con pincho dorado del eximio Taller de Yelmos de Dánzig! Me lo enviaba en una caja con lazo dorado mi buena amiga brandeburguesa sobrina del archifamoso logopeda alemán (loco): Frieda Roderica Könisberg-Renania-Palatinado. Dentro, en una nota perfumada y con manchitas de chocolate-bombón, la buena de Frieda Roderica me deseaba suerte y me enviaba un besito con alas de mariposa que confieso que no alcancé a atrapar: escapó por la ventana a las calles Francés.
La verdad es que me había distraído el ruidito tan delicioso que hacen al rozarse los muslos de la hija de la viuda del segundo (tan joven, tan bonita, tan desgraciada) cuando baja brincando la escalera porque llega tarde al Liceo.

jueves, agosto 16, 2007

Correr tras el propio sombrero


"Hay pocos momentos en la existencia de un hombre en que éste experimente tan lamentable angustia y encuentre tan escasa conmiseración caritativa como cuando va en persecución de su propio sombrero. Para alcanzar un sombrero se requiere mucha frialdad y un grado especial de discernimiento. Uno no se debe precipitar, pues lo pisará; no debe caer tanpoco en el extremo opuesto, pues lo perderá por completo. El mejor modo es mantenerse gentilmente a la altura del objeto de la persecución, ser prudente y cauteloso, acechar bien la oportunidad, pasar poco a poco delante de él, y entonces dar un ataque rápido, agarrarlo por el ala y encajarlo firmemente en la cabeza; sonriendo todo este tiempo agradablemente, como si uno considerara que es una broma tan buena como cualquier otra."

Los papeles póstumos del Club Pickwick
Charles Dickens
(Trad. de José María Valverde)
Debolsillo/Mondadori

lunes, agosto 06, 2007

Verano. Verano. Verano.



De ir por casa o en traje de baño. Me acompaña, como dicen que le pasa a Europa y a los viejos europeos, un vago sentimiento de melancolía.

miércoles, agosto 01, 2007

Apoteosis Trenzano (1)



Quizá se ríen de mí desde la foto los Trenzano. Y no les faltan motivos.

Os contaré lo que pasó:

Hará cosa de una semana, atardecido ya, ufano, satisfecho, en sazón, dándome golpecitos con la fusta en los muslos al paso de mis espléndidas botas de montar, me dirigía henchido de entusiasmo al Gran Desfile Anual de la Máscara en Palacio. Aunque un delicioso uniforme de Timbalero del Cuerpo de Dragones de la Emperatriz casi había conseguido conquistarme, elegí mejor: vestía un uniforme completo de Oficial Prusiano de 1871, con sus charreteras, sus galones, su cordón azul al cinto, su sable, sus guantes y sus botones dorados. En la cima de mi humilde persona: gran fiesta Molar craneana: casco de coracero con su rutilante Pickelhaube picopicudo, insignia metálica en la frente y un cordón dorado ceñido a mi barbilla perfectamente rasurada. Completaban el conjunto las patillas hiperpobladas y un bigotazo que podría haber lucido el Káiser Federico III de Alemania o el mismísimo Otto Von Bismarck en noche de gala y baile palaciego.

Decía para mí (o lo que es lo mismo: pensaba): esta vez no se me escapa. Ni las tretas Trenzano ni todas las astucias Francés podrán evitarlo: la insignia de Gran Capitán de la Máscara y Chambelán Sensacional de Todo lo Francés y Parte del Extranjero Mundo sería, por fin y con justicia, mía.

Mi paseo a Palacio era Paseo Triunfal: una goleta o un rompehielos: mi sable, bauprés que parte en dos la muchedumbre turulata, el gentío enamorado de mi esplendente figura de espadón antiguo.

Después, la calle mala de un barrio desolado antes de enfilar la Avenida Francés. De la umbría de un gran portal de piedra (sobresalto y mano a la empuñadura del sable) surge La Gente Terrible. Al instante se ve que su elección para el Desfile no es feliz: guerreras raídas de sargento de Caballería del Reino de Würtemberg y sombreritos con pluma y distintivo de las tropas alpinas italianas. Me miran, los miro y, ya en calma, saludo educadamente:
- Buenas tardes, ¿qué de bueno, amigos Terrible?
- Muy buenas las tenga usted, Sr. Molar. Se le ve muy bonito. Al Desfile, supongo.
- No se equivoca, no. Es tradición inexcusable para cualquier Molar que se precie. Y yo lo hago.
- ¿Le importa que hagamos camino juntos?
- Marchemos. Permítanme que les coja del brazo y vayamos en alegre compaña a la célebre kermés de salón, al incomparable Gran Desfile Anual de la Máscara en Palacio. Algo me dice que esta será una noche de la que se hablará largo en Francés. Quizá hasta el año que viene cuando a estas horas, con buen tiempo y mejor humor, nos dirijamos de nuevo a Palacio marciales, viriles, iluminando el mundo con nuestra gentil lozanía.

Qué poco sospechaba entonces (así es justo decirlo, como tantas veces antes) cuánta verdad encerraba mi inocente vaticinio.