lunes, noviembre 19, 2007

No sé qué soy, pero sé de qué huyo


Vuelvo a encontrarme esta noche con uno de los amiguitos con los que (desde hace mucho, ya para siempre; con grata insistencia este otoño) uno siempre se acaba tropezando.
Aparece leyendo esto:

"El lector de las páginas que anteceden se ha interrogado seguramente sobre la alternativa -posible y opuesta- a las corrientes irracionalistas aquí criticadas o preguntado, en todo caso, cuál es la osición del autor. Aunque implícitas, las opciones están presentes, en cierto modo, en las mismas críticas a las ideas expuestas y en las argumentaciones utilizadas para rebatirlas. Es verdad que sólo se menciona en raras ocasiones a aquellos filósofos que mejor expresan mi manera de pensar. Parecería que la crítica se encontrara con un vacío donde ningún sistema sustituiría a los que han sido negados, acaso porque se sabe, desde Dante, que es más fácil mostrar el mal que el bien. El sucesivo abandono de teorías filosóficas o la decepción frente a ideas políticas no conducen, sin embargo, al escepticismo; para quien sabe extraer lecciones de los errores y de los fracasos, éstos alientan, por el contrario, nuevas expectativas de aproximación a la verdad. La divisa de mi derrotero intelectual es la conclusión de Montaigne: "No sé qué soy, pero sé de qué huyo."

Juan José Sebreli
El olvido de la razón
(Un recorrido crítico por la filosofía contemporánea)
Debate

jueves, noviembre 08, 2007

Grifol y su ilustrísima



Venía don Vicente Grifol de la Huerta de los Calzados, antiguo granero espiscopal, y en medio de la calle de la Verónica – querencia de las sastrerías eclesiásticas, de las tiendas de ornamentos, de los obradores de cirios y chocolates – le alcanzó la voz campechana de don Magín.
Aguardóse el médico. El capellán le puso su brazo robusto en los hombros viejecitos y se le fue llevando a Palacio.
Camino de Palacio, decía don Vicente:
- Casi todos los recados de enfermos de ahora me cogen en la calle, como si llamaran a un lañador o a un buhonero que pasa. Oleza está lo mismo que cuando llegué de Murcia, el día de la Anunciación, hace cuarenta y dos años. Pero algunos olecenses se piensan que su pueblo se ha hinchado como un Londres. ¿Usted no ha ido a Londres? Yo sí que estuve, siendo mozo, como hijo de naranjero. Fui a vender las naranjas de mi padre, naranjas amargas para la confitura. A todas las gentes de los muelles, de los almacenes y lonjas, a todas las recordaba yo a mi gusto, por la noche, en mi cuarto. Pues a mí, de comida a comida, ni siquiera me reconocían los españoles que se albergaban en mi posada. Es una felicidad la insignificancia: no ser espectáculo para los demás y serlo todos para uno. Por eso, un mocito estudiante, no reparando en mí, se abrió las venas en mi alcoba. Pero se engañó. Yo le vi torciéndose encima de la cuajada de su sangre. Le remendé los cortes, se los fajé y tuvo que matarse en otro sitio… Oleza se cree tan ancha, tan crecida, que ya no me ve. O me ve, y nada. Es decir, nada sí; algunos me miran y me sonríen por si acaso yo fuese yo…
Y ahora, vamos a ver…

Hablando, hablando, hallóse solo en la meseta alta de la escalera de Palacio, porque don Magín se lo dejó para prevenir a su ilustrísima. Grifol se puso a mirar la antecámara. Un eclesiástico descolorido escribía en su bufetillo de faldas de velludo rojo, sin sentir la presencia del médico. Lo mismo que todo el mundo.
Luego volvió don Magín y entró a su amigo, colocándole delante del prelado.
Grifol besó una mano enguantada de seda violeta, una mano sin sortija. Y pensó: “Acabo de trastrocar mi beso de cortesía, o de reverencia, o de lo que sea; pero ya no he de enmendarlo tomándole la otra mano. ¡Y qué manos tan gordas! Debajo de los guantes no se le siente la piel, sino una blandura de hilas embebidas de aceites…”
Su ilustrísima se desnudó las manos. Don Magín fue descogiéndole los vendajes y apareció el metacarpo, acortezado de racimillos de vesículas; las palmas estaban limpias y tersas. Su ilustrísima se miraba su carne llagada como si no fuese suya, y al hablar encogía apretadamente la boca.
El médico y el obispo se sonrieron con ternura de compasión y de compadecido.
- Vamos a ver: ¿y las noches? Levantándose, acostándose, con un prurito de uñas, de pinchas. No acaban esas noches, ¿verdad?
- Casi todas las noches sin sueño. Me lloran los ojos de dilatarlos. Una avidez de ojos, de oídos y hasta de pensamientos, y no es por el dolor que me quema concretamente un tejido, sino por la espera de que brote ese dolor en otro lado de mi cuerpo. Y me miro todo con una angustia que me hace sudar.
- Las manos. ¿Y en las rodillas, en la cintura, casi toda la cintura, y en las ingles?
- Donde usted dice, y, además, entre los hombros, subiéndome. Pronto llegará a la nuca.
Don Vicente se quitó los anteojos, les puso su vaho, los estregó entre los pliegues de un mitón. Volviese hacia el ancho ventanal, y en sus espejuelos limpios se recogían y renovaban las miniaturas de la tarde campesina: un follaje, una yunta, un temblor del cáñamo verde, un trozo de horizonte…


Gabriel Miró
El obispo leproso
Alianza Editorial

miércoles, noviembre 07, 2007

La alegría de encontrarse (era muy tarde, de madrugada, casi la hora mala y, la verdad, ya no lo esperaba) con un viejo amigo




“Capítulo IV

El capellán del obispo

Del linaje del reverendo señor Slope no puedo decir mucho. He oído asegurar que desciende directamente del ilustre médico que atendió el parto del señor Tristram Shandy y que, a temprana edad, añadió una “e” a su apellido para mejorar su eufonía, como otros grandes hombres habían hecho antes que él. Si en efecto todo eso es así, entonces supongo que fue bautizado Obadiah, pues tal es su nombre, en conmemoración del conflicto en el que tanto se distinguió su antepasado. No obstante, pese a todas mis investigaciones sobre el tema, no he sido capaz de determinar la fecha exacta en que la familia cambió de religión. (45)
Fue alumno becario en Cambridge, donde supo aprovechar la oportunidad que se le brindaba, pues a su debido tiempo se licenció y pasó a tener estudiantes universitarios a su cargo. De allí fue enviado a Londres para predicar en una nueva iglesia de distrito erigida en los confines de Baker Street. Ocupaba ese puesto cuando sus ideas similares sobre cuestiones religiosas hicieron que se ganara la confianza de la señora Proudie, relación que con el tiempo se tornó estrecha y confidencial.
Al ser lanzado con tanta familiaridad en medio de las señoritas Proudie, era de lo más natural que surgiera algún sentimiento más dulce que el de la amistad. Así, ha habido algunos momentos amorosos entre él y la hija mayor, Olivia, pero hasta el momento no han dado como resultado ningún acuerdo favorable. Lo cierto es que el señor Slope, tras haberle declarado su afecto, lo retiró al poco, cuando descubrió que el doctor carecía en esos momentos de fondos económicos con los que dotar a su hija y, como podrán imaginarse, después de ese cambio de intenciones por parte del señor Slope, la señorita Proudie no se quedó con muchas ganas de recibir de él ninguna muestra más de afecto. Al ser nombrado el doctor Proudie obispo de Barchester, el punto de vista del doctor Slope cambió bastante. Los obispos, aunque sean pobres, siempre están en condiciones de aportar una dote para sus hijas, y el señor Slope comenzó a lamentarse de no haber sido más desinteresado. En cuanto se enteró del ascenso del doctor, reemprendió el acoso, claro está que sin violencia, sino con respeto y a cierta distancia. Sin embargo, Olivia Proudie era una chica de muchos bríos; la sangre de dos nobles corría por sus venas y, lo que es más importante, tenía otro enamorado en la recámara. Así que el señor Slope suspiró por ella en vano, y la pareja pronto vio que lo más conveniente sería establecer entre ellos un lazo mutuo de odio inveterado. […]
El señor Slope pronto se consoló con la idea de que, al haber sido elegido capellán del obispo, podría disfrutar de todo lo bueno que implicaba el cargo sin tener que molestarse por la hija de aquél, y así le resultó más fácil soportar las punzadas del amor rechazado. Tan pronto se sentó en el vagón del tren frente al obispo y a la señora Proudie, en su primer viaje a Barchester, comenzó a planear su vida futura. Conocía bien los puntos fuertes de su superior, pero también conocía los débiles. Sabía perfectamente hacia dónde se iban a dirigir las aspiraciones del nuevo obispo, y que la vida pública encajaba mejor con los gustos de ese gran hombre que los pequeños detalles de las obligaciones de una diócesis.
Por lo tanto sería él, el señor Slope, el verdadero obispo de Barchester. Tal fue su decisión y, para ser justos con él, hemos de decir que tenía tanto el valor como el espíritu para sacar su determinación adelante. Sabía que tendría que librar una dura batalla, pues el poder y mandato de la sede serían asimismo codiciados por otra gran mente: la señora Proudie también querría ser obispo de Barchester. No obstante, al señor Slope le halagaba pensar que podía superar a aquella dama. Ella tendría que pasar mucho tiempo en Londres, mientras que él siempre estaría allí. Necesariamente ella no se enteraría de muchas cosas, mientras que él estaría al tanto de todo lo relacionado con la diócesis. Al principio, sin duda, tendría que adularla y engatusarla, quizá incluso tendría que ceder en algunas cuestiones, pero no dudaba de su triunfo final. Si fallaban todos los demás recursos, podía unirse al obispo contra su mujer, instilarle valor a ese desdichado hombre, clavar un hacha en la misma raíz del poder de la esposa y emancipar al marido.”

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(45) Es decir, el señor Slope es descendiente del doctor Slop, personaje de la célebre novela Tristram Shandy, escrita entre 1760 y 1767 por el clérigo anglicano Laurence Sterne. La alusión a los grandes hombres que, al igual que Slope, han añadido una letra al final de su apellido es una broma personal de Trollope, puesto que en inglés existe la palabra trollop que, para colmo, significa “mujerzuela”. En la novela de Sterne, el doctor Slop tiene un enfrentamiento con un criado de la familia Shandy, Obadiah, y de ahí el nombre del capellán. Además, el doctor Slop es católico, por lo que Trollope menciona el cambio de religión de la familia, lo cual le sirve como una forma más de indicar la hipocresía característica del personaje.


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Anthony Trollope (1815-1882)
Las torres de Barchester
(trad. de Miguel Ángel Pérez Pérez)
Cátedra