jueves, marzo 04, 2010

Estreno de Mono. Mono Wilkins.



La pequeña de los Miñambres miraba con arrobo al mono que dormía en su cunita de mono junto al fuego:
—¿Qué nombre le pondremos, hermana? No lo tiene nuestro mono nuevo.
—Yo lo llamaría Eusebio Wilkins —respondió la Miñambres mayor, atusándose el bigote con marcial gallardía— Eusebio por Eusebio el de anchas espaldas y Wilkins por aquel Marinerito Wilkins: pícaro lobezno de mar que papá trajo de Normandía para que jugáramos a la pídola, a la Rueca Marianista y al Calvosotelo.
—Sí. Lástima de Wilkins. Me acuerdo de él muy a menudo, no creas. ¿Quién podía imaginar que al pobre le haría efecto la rubeola después de aquel golpe de mar?
La pequeña guarda silencio un instante y después le tiende la mano a la mayor. Hay trato.
—Llamémosle Wilkins, pues. Eusebio Wilkins. Y si me lo permites, querida, sugeriría también que esta misma tarde le lleváramos una ofrenda, un bonito presente, al dios de los monos de nuestro condado —Riqui Servicios, el de aterciopelada piel banana— para que Mono Wilkins crezca tamaño y viril y así, llegado el momento, pueda entregarse a los juegos más atrevidos con pericia y buen tino.
—Sea, hermana. De todos es bien conocido que una Miñambres no deja nada al azar y se precia tanto de su honra como de su prudencia y reciedumbre, lo cual ni es moco de pavo ni lo parece. Mas dejemos ahora que el mono nuevo repose, que su sangre se aquiete y su corazón se caldee, pues ya en sus sueños de mono se adivina un afán.

miércoles, marzo 03, 2010

La muerte de un dios con bigote



«Y de repente, el 5 de marzo de 1.953, murió Stalin.
Esa muerte irrumpió en el gigantesco sistema de entusiasmo mecanizado, de ira y de amor popular decretado por orden de los Comités regionales del Partido.
Stalin murió sin que estuviera planificado, sin la indicación correspondiente de los órganos directivos. Murió sin la orden personal del propio camarada Stalin. En aquella libertad, en aquella autonomía de la muerte había algo explosivo que contradecía la esencia íntima del Estado. Una confusión total se apoderó de las mentes y de los corazones.
¡Stalin había muerto! Algunos se sobrecogieron por el dolor: en ciertas escuelas los profesores obligaron a los alumnos a arrodillarse y, arrodillados también ellos y llorando a lágrima viva, leían el comunicado oficial de la muerte del Vozhd. Durante las asambleas funerarias, en las instituciones y en las fábricas muchos se sumieron en un estado de histerismo; se oían sollozos, gritos de mujeres fuera de sí, algunos se desvanecían. Había muerto el gran dios, el ídolo del siglo XX, y las mujeres sollozaban...
A otros les embargó un sentimiento de felicidad. El campo, desfallecido bajo el peso de la mano de hierro de Stalin, suspiró aliviado. El júbilo invadió a millones y millones de personas confinadas en los campos... Columnas de presos marchaban al trabajo en medio de las espesas tinieblas. El bramido del océano ensordecía el ladrido de los perros guardianes. Y de repente, como la luz de la aurora boreal, un clamor surgió de las filas: «¡Stalin ha muerto!». Decenas de miles de reclusos escoltados se transmitían la noticia los unos a los otros, susurrando: «La ha palmado... la ha palmado...», y aquel susurro de miles y miles de personas aulló como el viento. La negra noche reinaba sobre la tierra polar. Pero el hielo del océano glacial se había roto, y el océano rugía.
No pocos científicos y obreros, al enterarse de la noticia, sintieron confundirse dentro de sí el dolor con las ganas de bailar de felicidad.
El desaliento había cundido en el momento en que la radio había transmitido el informe médico de Stalin: «Respiración de Cheyne-Stokes..., orina..., tensión arterial...». El soberano divinizado exhibió de repente su carne débil y senil.
¡Stalin ha muerto! En aquella muerte había un elemento de espontaneidad repentina, infinitamente ajena a la naturaleza del Estado stalinista.
Lo inesperado del hecho hizo estremecerse al Estado, como lo había hecho temblar el ataque imprevisto que se abatió sobre él el 22 de junio de 1.941.
Millones de personas querían ver el cuerpo del difunto. El día del funeral de Stalin no sólo todo Moscú sino también las provincias, las regiones, se precipitaron a la Casa de los Sindicatos, donde se había instalado la capilla ardiente. Una cola de camiones procedentes de las provincias se extendía a lo largo de muchos kilómetros. El atasco de circulación llegó hasta Sérpujov y bloqueó la carretera que enlaza Sérpujov y Tula.
Millones de personas se dirigieron a pie hasta el centro de Moscú. Torrentes de gente, como negros ríos crujientes en el deshielo, impactaban entre sí, se aplastaban contra las piedras, se retorcían y despedazaban los coches, arrancaban de los goznes las puertas de metal. Aquel día murieron miles de personas. Las desgracias acaecidas el día de la coronación del zar en Jodinka empalidecieron en comparación con el día de la muerte del dios terrenal ruso, picado de viruelas e hijo de un zapatero de la ciudad de Gori.
Parecía que la gente iba al encuentro de la muerte en un estado de arrobamiento, con un sentimiento místico, cristiano o budista, de perdición irremediable. Era como si Stalin, el gran pastor, liquidara a las ovejas aún sin sacrificar, eliminando póstumamente el elemento de casualidad de su terrible plan general.
Reunidos en una asamblea, los colaboradores de Stalin leían monstruosos boletines de la milicia de Moscú, de las morgues, y se intercambiaban miradas. Su confusión iba ligada a un sentimiento nuevo para ellos: la ausencia de miedo ante la ira inevitable del gran Stalin. El amo y señor había muerto.»

Todo Fluye
Vasili Grossman
(Trad. de Marta Rebón)
Círculo de Lectores, 2008.