
Llevábamos ya un rato con lo de los muslos fríos de José Noiquet cuando el timbre nos interrumpió.
—Disculpen un momento— les dije.
Abrí la puerta y sólo vi un papel amarillento sobre el felpudo.

Por un momento el mundo danzó ante mis ojos. Recordé a Kathleen, a Jimmy y a Connor. Todo nuestro esfuerzo —las reuniones en casa de La Turca, el marrón glacé a medianoche, las charlas con gente adinerada— había sido en vano. Y, por primera vez desde la muerte del Capitán Notario, lloré.