jueves, noviembre 08, 2007

Grifol y su ilustrísima



Venía don Vicente Grifol de la Huerta de los Calzados, antiguo granero espiscopal, y en medio de la calle de la Verónica – querencia de las sastrerías eclesiásticas, de las tiendas de ornamentos, de los obradores de cirios y chocolates – le alcanzó la voz campechana de don Magín.
Aguardóse el médico. El capellán le puso su brazo robusto en los hombros viejecitos y se le fue llevando a Palacio.
Camino de Palacio, decía don Vicente:
- Casi todos los recados de enfermos de ahora me cogen en la calle, como si llamaran a un lañador o a un buhonero que pasa. Oleza está lo mismo que cuando llegué de Murcia, el día de la Anunciación, hace cuarenta y dos años. Pero algunos olecenses se piensan que su pueblo se ha hinchado como un Londres. ¿Usted no ha ido a Londres? Yo sí que estuve, siendo mozo, como hijo de naranjero. Fui a vender las naranjas de mi padre, naranjas amargas para la confitura. A todas las gentes de los muelles, de los almacenes y lonjas, a todas las recordaba yo a mi gusto, por la noche, en mi cuarto. Pues a mí, de comida a comida, ni siquiera me reconocían los españoles que se albergaban en mi posada. Es una felicidad la insignificancia: no ser espectáculo para los demás y serlo todos para uno. Por eso, un mocito estudiante, no reparando en mí, se abrió las venas en mi alcoba. Pero se engañó. Yo le vi torciéndose encima de la cuajada de su sangre. Le remendé los cortes, se los fajé y tuvo que matarse en otro sitio… Oleza se cree tan ancha, tan crecida, que ya no me ve. O me ve, y nada. Es decir, nada sí; algunos me miran y me sonríen por si acaso yo fuese yo…
Y ahora, vamos a ver…

Hablando, hablando, hallóse solo en la meseta alta de la escalera de Palacio, porque don Magín se lo dejó para prevenir a su ilustrísima. Grifol se puso a mirar la antecámara. Un eclesiástico descolorido escribía en su bufetillo de faldas de velludo rojo, sin sentir la presencia del médico. Lo mismo que todo el mundo.
Luego volvió don Magín y entró a su amigo, colocándole delante del prelado.
Grifol besó una mano enguantada de seda violeta, una mano sin sortija. Y pensó: “Acabo de trastrocar mi beso de cortesía, o de reverencia, o de lo que sea; pero ya no he de enmendarlo tomándole la otra mano. ¡Y qué manos tan gordas! Debajo de los guantes no se le siente la piel, sino una blandura de hilas embebidas de aceites…”
Su ilustrísima se desnudó las manos. Don Magín fue descogiéndole los vendajes y apareció el metacarpo, acortezado de racimillos de vesículas; las palmas estaban limpias y tersas. Su ilustrísima se miraba su carne llagada como si no fuese suya, y al hablar encogía apretadamente la boca.
El médico y el obispo se sonrieron con ternura de compasión y de compadecido.
- Vamos a ver: ¿y las noches? Levantándose, acostándose, con un prurito de uñas, de pinchas. No acaban esas noches, ¿verdad?
- Casi todas las noches sin sueño. Me lloran los ojos de dilatarlos. Una avidez de ojos, de oídos y hasta de pensamientos, y no es por el dolor que me quema concretamente un tejido, sino por la espera de que brote ese dolor en otro lado de mi cuerpo. Y me miro todo con una angustia que me hace sudar.
- Las manos. ¿Y en las rodillas, en la cintura, casi toda la cintura, y en las ingles?
- Donde usted dice, y, además, entre los hombros, subiéndome. Pronto llegará a la nuca.
Don Vicente se quitó los anteojos, les puso su vaho, los estregó entre los pliegues de un mitón. Volviese hacia el ancho ventanal, y en sus espejuelos limpios se recogían y renovaban las miniaturas de la tarde campesina: un follaje, una yunta, un temblor del cáñamo verde, un trozo de horizonte…


Gabriel Miró
El obispo leproso
Alianza Editorial

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gabriel Miró trae al Imperio bonitos recuerdos.
El fragmento es magistral, querido Mo.