
Rául Narval y su esposa llegaron a la ciudad huyendo de Los Hombres Desnudos. Esperaban encontrar en el tráfago de la metrópoli, en su vivificante anonimato, reposo a sus modernos afanes, descanso para sus almitas atribuladas.
Al primer Desnudo se lo encontró la Sra. Narval una tarde al volver de clase del Sr. Trapatroles, afamado discípulo del logopeda alemán (loco).
De pie, en el ángulo oscuro del salón, sin apenas apoyarse en la pared, el rostro de perfil y los brazos en jarras. La rodilla derecha levemente flexionada, el sexo pendulón y la piel blanca como calostro, nieve o papel Fedrigoni Tintoretto Crystal Salt (brillo).
La Sra. Narval corrió llena de espanto en busca de su esposo. Cruzó su ubérrima huerta por el mismo centro, sin acordarse de acelgas, berenjenas, berros, boniatos, colinabos, chirivías, puerros, rábanos, rabanitos ni remolachas. Lo encontró donde esperaba: en casa de la familia Carmichael, despiojando mandriles para venderlos al peso a ecologistas cariacontecidos. Su marido dejó al momento el mono que tenía entre manos y se dirigió a su casa con ánimo de enfrentarse a cualquier cosa, por desabrigada que fuera. Cuando llegaron, aquel primer Desnudo había desaparecido. Sus pies habían dejado una leve marca de sudor en el suelo.
- Huele raro – dijo el Sr. Narval -. ¿Almizcle?
- Yo diría más bien compota de manzana.
Luego fueron apareciendo más. Siempre solos, nunca el mismo. Uno calvo y bajito en una mecedora, una mujer de pelo gris apoyada en la lavadora, un niño con cara de foca monje bajo el tendedero, otro muy flaquito en la funda del contrabajo.
También sus vecinos decían habérselos encontrado en los lugares más insospechados. Alguno había reaccionado con violencia, y por el pueblo corría el rumor de que Zebulón McKeihan le había dado una paliza de muerte a un Desnudo intempestivo con cara de muñidor intrigante y cintura praxiteliana.
Muchos lo intentaron, pero nadie logró hablar con ellos. Vinieron de la ciudad expertos investigadores en mistificación, mas no lograron verlos ni oliscar almizcle o compota de manzana.
- Amigo Carmichael, vengo a anunciarte que mi señora y yo hemos decidido probar suerte en la ciudad. La verdad es que ella siempre quiso ver las luces francesas, y ambos estamos más que hartos de encontrarnos Desnudos y de que la casa huela a almizcle o a compota de manzana, según el día o el capricho del viento. Tengo un pariente, Nino Gomera, que trabaja en el Palacio Francés. Ha contestado a mi llamada con júbilo parenteral e incluso me atrevería a decir que intravenoso. Subcutáneo quizá sería aventurado, pero todo se andará.
- ¡Ah, el Palacio Francés! Se dicen cosas.
- También dijimos hasta hartarnos de aquel buhonero entrañable con pinta de gilipollas y luego resultó ser un famoso presentador de televisión por cable en viaje de placer, de incógnito y de gran flexibilidad horaria.
- Ya.
- Sí.
- Bueno, amiguito, confío en que vuestra decisión sea acertada. Le dire a Ma Carmichael que os prepare algo de carne de caballo con condimento de frutillas para el viaje.
- Nos vendrá de perlas, a qué negarlo.
- Os daremos toda la que podáis transportar, y si durante el camino la carga se os hiciera muy pesada, podéis entonar cánticos a Sant Antoine de Puyseguin, nuestro amado patrón, mientras unas cuantas moscas beben de vuestras lágrimas devotas.