lunes, octubre 15, 2007

Guiyelmo y Los Proustcritos




Nino Caniche sale al escenario de un teatro vacío ante un único espectador. Es Calderón Semilla, su mejor amigo, su más ferviente admirador. Espera hacerle pasar un rato delicioso con un nuevo ramillete de soliloquios cómicos que recién acaba de componer.
Veamos lo que pasa, porque Nino empieza a desdoblarse. Le cambia la voz al hablar consigo mismo. Es un fenómeno:

- Me encanta que saque usted el tema de los pickelhauben, porque yo me paso la vida pensando en yelmos y morriones – le dije.
- ¿Ah, sí? – me contesta con voz de tortuga o de liebre - ¿Y cuál cree usted que debería ocupar el lugar más destacado en la Historia?
- Pues mire, no acabo de decidirme entre dos – le respondo.
- A ver, déjeme adivinar: el yelmo de Mambrino y el de Jaime I el Conquistador.
- Frío, frío, amigo mío.
- ¿El yelmo de la invisibilidad de Hades que acaba en manos de Perseo?
- ¿Se lo digo? Mejor se lo digo y dejamos de sufrir los dos – le respondo.
- Adelante, pues, ¿cúales son esos dos yelmos que superan a todos los demás en leyenda y tradición?
- Fácil, compañero: Guiyelmo Tell y Guiyelmo Brown, con o sin Proustcritos.

Calderón Semilla se retuerce de risa en el patio de butacas. Aplaude como un poseso. Se tira del pelo y se relame el bigote. Esta vez el buen Caniche se ha superado. Él solo se basta para dar vida a tan hilarante coloquio. Ya lo habíamos dicho y no en vano: un verdadero fenómeno.

Mientras, Nino - fugaz visión (¿te imaginas?) de un teatro abarrotado con el público en pie, enloquecido, aplaudiendo y gritando su nombre- sigue con su desternillante actuación. Atendamos:

- Hablando de Proust y de magdalenas (o madalenas o madeleines o múffines o), recuerdo la primera vez que llevé una bolsa a casa para mojarlas en leche con la familia y ver si recordábamos cosas o teníamos reminiscencias hasta perder el control o algo o nada. Me la regaló un señor desconocido al que veía todos los días. A ver: en realidad no llegué a conocerlo porque no supe su nombre ni cruzamos palabra, aunque siempre me pareció distinguido y respetable, los ojitos melancólicos y la sonrisa giodondesca. Labios finos.
Recordaréis que por aquel entonces, cuando aún no había ascensores en casi ningún sitio, los descansillos de casi todos los grandes edificios de Francés eran como saloncitos amueblados, con espacio para sentarse y descansar: un tresillo o un diván de terciopelo, dos columnas con jarrones y flores frescas, un paisaje enmarcado. Bien. Lo que quizá no recordéis o no llegasteis a ver (veo mucha juventud entre el distinguido público) es que durante un par de años, quizá un poco más, no digo que no, se consideró de buen tono tener un hombre desnudo en el diván del rellano del primero. Nosotros, claro, tuvimos el nuestro, y puedo jurarles que no era de los peores: muy bonico. Era muy bonico. Requetebonico. Piel blanquita y manos blancas, con dedos largos y cuidados. El pelo negro recogido en una redecilla dorada. Un bigotillo muy fino, siempre aseado, con su puntito de cera, le daba un toque de osado barbián. A veces: flor en el pelo. Otras: no. Se recostaba como una Venus (qué hacía yo por aquel entonces, se preguntarán: pues lo que todos los niños en Francés: leer a Proust hasta darle la vuelta una y otra vez al Tiempo Perdido [¡A la recherche, a la recherche! Era nuestro grito de guerra cuando nos reuníamos clandestinamente para hacer lecturas en grupo y comentar lo de la magdalena o madalena o madeleine o muffin; la mano derecha siempre en la rodilla del otro; pantalones cortos] y estudiar Historia del Arte saltándonos todo lo referente al Siglo XVIII, por acaso y capricho de vaya usted a saber quién. ¿Jack Lang? Ni me lo nombres, nano, ni me lo nombres, que me pongo imposible de papiloma y me salta la corcova cosa fina). Pues bien: una Venus. Primero me pareció la de Giorgione, tan refinada en su paisaje campestre. Después (venía de clase y en el Liceo no hablábamos de otra cosa: Venus y más Venus; calcetines hasta las rodillas) la de Urbino de Tiziano y dos trimestres más tarde (pasando por alto el XVIII, eh, que no está la Magdalena para tafetanes) la Olympia de Manet. Ésta (quizá por la flor que le gustaba prenderse al cabello cuando estaba de buen humor) era la que más perfectamente encarnaba en el señor del descansillo del primero. Aún así, algo no encajaba del todo y pronto supe encontrarlo. También la solución. Tras una memorable búsqueda en los barrios llenos de gatos, me traje a casa el más negro que encontré y lo puse complacido a los pies de nuestro señor desnudo. La estampa, ahora sí, era inmejorable. Juraría que ninguno de los otros señores desnudos en rellanos Francés se parecía tanto a la Olympia de Manet. Ya les hubiera gustado ya, a mis queridos vecinos de todo Francés. Todo. Francés. Les hubiera gustado. Al verlo me dieron unas ganas terribles de inventar la fotografía, pero no: se acercaba (se acerca cada día y cada día hay que darle la espalda, ¿verdad?) la hora mala y me quedaban todavía un par de redacciones sobre la piel desabrigada de Swann en los Tomos 1 y 2 de A La Recherche para el día siguiente: clase con Don Pirulón Teñaqui. Cosa seria. Pirulón del bueno.
Pues veréis: tuve tiempo (aún lo hago de vez en cuando, en ratitos muertos, aguantando la respiración hasta sentir el cerebro el doble de grande y la frente llena de venas) de arrepentirme. Debía haber inmortalizado tan bella estampa de descansillo porque no hubo más (no la misma, al menos): al día siguiente(¡qué feliz!, ¡Al Liceo, al Liceo!, Príncipe de Gales y plumita en el sombrero), del señor desnudo sólo quedaban algunos trozos de carne y huesos y vísceras de los que no os puedo decir el nombre porque no salen en A Le Recherche du Temps Perdu.
- Bueno: supongo que la idea de rebozar unas lonchas de jamón york de Lorazepam, Diazepam y Benzodiazepum fue buena para atrapar al gato más grande y más negro del barrio de los gatos, pero no para conocer su carácter, sus manías nutricionales ni su fiereza – pensé. Y lo repetí en voz alta para que se fijara en mi mente, recordarlo y contároslo ahora con gran presencia de ánimo y una plaquita de peltre en el bolsillo.

Calderón Semilla tiene la chorra fuera hace ya un buen rato. Suele salirse sola a la hora y media de entrar al teatro, pero hoy, de tanta dicha, de tanto despelote, de tanta admiración por Nino, por el buen Nino, por el Gran Nino Gomera, no lo ha podido aguantar y ha estallado en feliz rapto, viaje al infinito. Ved cómo corre desnudo de cintura para abajo entre las butacas. ¿Verdad que es adorable? Lo querían contratar para una película de chicos y chicas en la playa, pero se quedó dormidito y no pudo ser.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Poch

Anónimo dijo...

Quinina Quiñones