martes, octubre 23, 2007

Hay que leer a Montaigne


Hace unos años se decía: “Hay que leer a Cortázar”.
Y yo (para mí) pensaba:
- No, si no es que me parezca mal, hombre, pero al que hay que leer es a Montaigne.

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“La amistad recíproca entre el adulto y el menor transforma una interpretación de la existencia en confidencias personales y una meditación moral en consejos indirectos. El doctor Imbert poseía una vasta cultura y la ampliaba sin cesar. Pero no existía ni un átomo de esa cultura que no se hubiese asimilado completamente en lo más íntimo de su yo y de su sensibilidad. De modo que si citaba a un autor era porque la cita, en aquel preciso instante, se ajustaba perfectamente a lo más profundo de su pensamiento, como le ocurría a Montaigne en cierto modo. De hecho, fue él quien me animó a enfrascarme sin reservas y sin prisas en la lectura de los Ensayos.
Semejante enseñanza sólo puede comunicarse a través de la palabra, pues sólo ella presta su ritmo a la combinación de la noción y de la intuición, de la idea y del sentimiento, de lo universal y de lo particular. Hugo Friedrich apunta, en el compendio magistral que le ha consagrado, que si uno lee a Montaigne en largas secuencias ininterrumpidas, como debe hacerse, llega un momento en que de pronto es como si lo tuviera delante hablando. Entonces, lo que nos brinda como una revelación única penetra en nosotros con su música. En esto consiste lo que los antiguos denominaban enseñanza filosófica. Un libro reducido a la escritura era para ellos como una partitura que una orquesta nunca tocaría. Sin el diálogo, el texto escrito se marchita, ya que, como dice Platón, “su padre no está ahí para defenderlo”. El único maestro, aparte de Pierre Imbert, que me cautivó durante mi adolescencia por la fusión verbal de la sonoridad y el pensamiento fue mi profesor de historia en khâgne, Joseph Hours. Tenía una forma melodiosa de empezar una clase, tras un largo recogimiento, como se acomete una suite de Bach para violonchelo solo. Nos acariciaba la mente modulando con un vigor lastimero: “¡Napoleón III era inteligente!”.”

Jean-François Revel
Memorias. El ladrón en la casa vacía.
(Trad. de Juan Antonio Vivanco Gefaell)
Ed. Gota a gota, 2007

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